El pasado viernes no faltaron la magia, el duende y la casta
en el auditorio de La Paloma de Benalmádena con el espectáculo Raíces. Este
evento estaba enmarcado en la programación de la III Bienal de Arte Flamenco de
Málaga. El título venía a describir con una sola palabra el tipo de artistas
que componían el recital. Artistas con un entroncamiento flamenco que se pierde
en el oscurantismo del tiempo. Diferentes dinastías que fluyen por el cauce de
lo jondo. A pesar del buen cartel, el aforo sólo cubrió un tercio de la
capacidad del auditorio, eso sí, con un publico que transmitió su calor en todo
momento.
La noche la abrió Jerez, con uno de los mejores guitarristas
flamencos de acompañamiento que ha dado este arte, Paco Cepero, pero lo hizo
como concertista, acompañado por el tocaor Paco León, la violinista Sophia
Quarengui y la percusión del Chicharito. Su toque flamenquísimo y pulcro
encierra una personalidad sin igual, esa misma que le ha llevado a componer
memorables melodías y letras. Paco puso a relucir toda su técnica y su música
en cada estilo: tanguillos en los que los melómanos del cante jondo podían oír
la voz de Rancapino salir de su guitarra; rumbas frescas y bulerías a compás que
dieron paso a unas enjundiosas seguiriyas, donde demostró que sigue teniendo un
bordón eléctrico, capaz de quebrarte con una sola nota. Cerró su intervención
con su famosa rumba Aguamarina.
Paco Cepero por tanguillos:
Cepero y su grupo |
Paco Cepero |
El espectáculo nos transportó de Jerez a Utrera con el cante de Mari Peña y el toque de su marido Antonio Moya, ambos acompañados por la percusión de Paco Vega. Mari es la heredera con honores de una de las dinastías más talentosa y antiguas de la historia de este arte. Su cante es sutil y visceral, placentero y doloroso, en definitiva, la máxima representación de la paradoja del arte flamenco. El público vibró con ella, y es que estuvo sobresaliente, siempre ayudada por el toque certero y enduendado de Antonio. Comenzó con unos tientos y tangos dignos de enmarcar. Alcanzó la gloria con un cante por soleá memorable, donde deshojo estilos de la Serreta, Juaniquí o Andonda pasados por el tamiz de la Fernanda y por el suyo propio. Pero especialmente rodonda estuvo recordando a Rosalía de Triana y Pastora con aquel “Yo vine de Hungría ayer”. Pureza en su máxima expresión. Puso el punto y seguido a su actuación por bulerías, y por supuesto, rayando al mismo nivel, dejando claro que es de las mejores cantaoras del panorama actual, y una digna heredera de los cantes de Bernarda y Fernanda.
Mari peña y Antonio Moya por bulerías:
Mari Peña |
Antonio Moya |
Turno para dibujar el cante con formas corporales, algo de
lo que se encargaría la trianera Carmen Ledesma con su baile. Estuvo acompañada
por Vicente Gelo al cante, Paco Iglesias al toque y Paco Vega a la percusión.
Carmen es flamenca hasta en el andar, su baile es racial y carente de
artificios. Sus movimientos encierran una complejidad sobria de formas capaz de
transmitir todo el sentido del flamenco. Bailó por soleá como pocos pueden
hacerlo actualmente, jugando con el mantón a su antojo, dominando el tiempo
como quien lo inventó, conectando continuamente con un público entregado a su
baile, un público al que transportó hasta La Cava de Triana para embrujarlo con
el dramatismo de sus desplantes. Carmen Ledesma es sin duda la bruja del baile
gitano, y así lo demostró dejando al público rendido a sus pies.
Carmen Ledesma |
Carmen entrando a matar |
El cante volvía a ser protagonista sobre el escenario, esta
vez con la malagueña de adopción Luisa Muñoz, que estuvo acompañada por el toque de Paco Iglesias. Luisa acostumbra a
erizar la piel del que escucha su oscura queja. Su árbol genealógico entronca
con la familia Montoya, de gran tradición flamenca. Abrió su actuación con unas
alegrías y romeras cargadas de sabor camaronero, eso sí, aderezado con sal de
la bahía costasoleña. Siguió con unas seguiriyas, donde si bien confundió la
letra en el primer cante, supo sobreponerse y llevarnos hasta el cenit de su
arte con los estilos de Manuel Torre y el cierre de Manuel Molina. Se despidió
del público de pie y a compás de bulerías, dejando patente su gran dominio del ritmo
y su gitanería.
Luisa Muñoz |
Llegó el momento más esperado de la noche, la actuación del
rapsoda de sus propias letras Manuel Molina. Acompañado por su inseparable
guitarra, emocionó a los presentes en cada copla, en cada gesto y en cada nota
de su sonanta. Su simple presencia rezuma un halo de misticismo que embriaga a
cuantos gozan de su arte. Su voz quebrada parte almas y alienta corazones. El
público vibró con él, pero mayor fue la admiración que desató entre los propios
artistas, que siguieron su actuación desde un lateral del escenario. Manuel vino
a culminar una noche mágica en la que el duende sólo se bajó del escenario
cuando se apagaron las luces.
Manué mimando su guitarra |
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