A Juan Moneo Lara "El Torta"
Pensaréis: “que poco original es este título”, pero creo que el nombre de aquella película de Edgar Neville le viene de perlas al artículo que os traigo.
El “duende”, esa palabra tan asociada a lo jondo y que
posiblemente sea la causante del “misterio” de este arte. Porque, ¿qué es el
duende? En mi opinión, no es más que la emoción que es capaz de despertar una
manifestación artística en un ser. En el flamenco, el duende puede esconderse
tras un bordonazo, tras un tercio, tras una letra, tras un desplante o incluso
tras un silencio. Podría decirse que es el culmen emocional de todo arte, la
máxima expresión artística capaz de provocar un alboroto interno de emociones
contrastadas. A veces el frío puede ser calor, a veces la pena puede ser alegría, a veces el dolor puede ser
placer, a veces.
¿Que aficionado al flamenco no se ha emocionado alguna vez?
¿A quien no se le han puesto los vellos de punta? ¿Quién no ha sentido un
profundo hormigueo en su estómago? ¿Quién no ha llorado alguna vez? Estas
sensaciones son a grandes rasgos las que produce un artista cuando el duende lo
atrapa y es capaz de desenmascarar la parte más opaca de este arte, la menos
tangible, la más ajena a los sentidos básicos. En ocasiones son sólo unos
segundos, unos segundos que bien valen por toda una noche de juerga, o un
interminable festival de verano.
A mi modo de ver y entender el flamenco llego a la
conclusión de que el duende no se esconde tras una depurada técnica ni tras
unas facultades inmejorables, sino más bien en la naturalidad frente a lo prefabricado,
en lo nacido frente a lo aprendido, en lo vivido frente a lo robado, en lo personal
frente a lo convencional, en lo sentido frente a lo cumplido.
Uno de los principales misterios que acompaña al duende es
que no todos los artistas tienen la misma capacidad de invocación. Es decir,
hay una serie de artistas, a los que de forma genérica se les atribuye dicha
cualidad/calidad, y digo genérica porque otro de los condicionantes es el
propio aficionao, cada uno con su sensibilidad intrínseca vinculada a un determinado momento anímico.
A pesar de que cada aficionao es un mundo y cada uno tiene sus gustos personales, existen una serie de artistas a lo largo de la historia del cante a los cuales se les atribuye la llave que abre el cofre del duende. Ahí están las referencias a Manuel Torre, si nos atenemos a las mismas hablamos del mayor genio de la historia del cante. Que decir de Camarón o Caracol, más de lo mismo. La compleja simpleza de Paco Valdepeñas volvía locos a artistas y aficionaos. Un simple movimiento de manos de Farruco expresa más que toda la manada de saltinbankis que abunda en el baile fruto de su propia escuela. Ese perfume personal de las sonantas de Diego o Moraíto remueve más entrañas que cualquier picador de pollos. Ese ciclón llamado Cañeta distinta en cada recital. Manuel Molina llorando poesías acuñadas con su pluma y tintero. Y tantos otros que me he dejado por el camino y que rebosan espontaneidad y magia a raudales. Todos ellos tienen en común que a parte de ser admirados por aficionaos, lo son también por los propios artistas.
A pesar de que cada aficionao es un mundo y cada uno tiene sus gustos personales, existen una serie de artistas a lo largo de la historia del cante a los cuales se les atribuye la llave que abre el cofre del duende. Ahí están las referencias a Manuel Torre, si nos atenemos a las mismas hablamos del mayor genio de la historia del cante. Que decir de Camarón o Caracol, más de lo mismo. La compleja simpleza de Paco Valdepeñas volvía locos a artistas y aficionaos. Un simple movimiento de manos de Farruco expresa más que toda la manada de saltinbankis que abunda en el baile fruto de su propia escuela. Ese perfume personal de las sonantas de Diego o Moraíto remueve más entrañas que cualquier picador de pollos. Ese ciclón llamado Cañeta distinta en cada recital. Manuel Molina llorando poesías acuñadas con su pluma y tintero. Y tantos otros que me he dejado por el camino y que rebosan espontaneidad y magia a raudales. Todos ellos tienen en común que a parte de ser admirados por aficionaos, lo son también por los propios artistas.
Este día Manuel Molina tenía toda una pléyade de buenos artistas siguiendo su recital desde un lateral del escenario |
No quisiera hablar de estas ficticias criaturas tan asociadas a lo jondo sin mencionar a Juan Moneo Lara “El Torta”. El cantaor jerezano tristemente desaparecido el último día del año 2013, conocía los entresijos del duende, de la magia y de lo sobrenatural. Lo suyo era innato. Nació siendo un druida del pellizco, un bohemio y un irreverente. Vomitaba su verdad en cada cante sin temor a ser juzgado. Él era distinto y lo sabía; siempre fue consciente de que tenía un don. Si estaba a gusto era capaz de estremecer a las piedras, hacer hablar a los mudos o conmover a los sordos.
Del desastre a la genialidad hay un abismo, un abismo que
Juan recorría deteniendo el tiempo a su paso. Con su pérdida, el flamenco llora
desconsolado buscando un nuevo amanecer entre tanta oscuridad. El Torta ya es
una leyenda, una leyenda capaz de elevar el arte flamenco a su máxima
expresión: capaz de desencriptar los misterios del flamenco.
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